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Pepita Jiménez:
realismo y naturalismo en la novela del siglo XIX
Juan Valera (1824-1905)
nació en Córdoba. Era de familia ilustre y eso le permitió obtener una
buena educación. Fue diplomático en diversos países europeos y
americanos. Lázaro Carreter lo define como "un hombre de mundo,
refinado, epicúreo y enemigo de excesos. Ideológicamente, fue un liberal
moderado, tolerante y elegantemente escéptico en cuanto a lo
religioso".
Fue antes crítico que escritor. No publicó hasta
los 50 años. Ha sido considerado como el máximo representante del arte por
el arte (Montesinos). Su realismo es moderado: rechaza, por un lado, los
excesos fantasiosos o sentimentales de la novelística romántica; sus obras
poseen una ambientación precisa y los personajes son verosímiles. Pero,
por otra parte, elimina los aspectos más desagradables de la realidad:
Podemos hablar, pues, de cierto toque esteticista, idealizador. No es extraño
que declarase que, si la realidad es desagradable, el escritor debe
"mentir para consuelo" de sus lectores.
Sus mejores hallazgos, en cuanto al contenido de
sus obras, reside en los análisis psicológicos que realiza de sus
personajes, sobre todo de los femeninos.
Se mostró contario a las novelas de tesis, aunque
en sus obras se puede apreciar la tendencia a demostrar una de ellas: en el
conflicto entre el deseo y los impulsos humanos frente a los
convencionalismos (sobre todo religiosos), vencen siempre los primeros: la
vida, la pasión se anteponen al pseudomisticismo (Pepita Jiménez) y
la mojigatería (Juanita la Larga).
En cuanto al estilo, la crítica coincide afirmar
que el suyo es el más cuidado de entre todos los escritores realistas
(debemos exceptuar a Clarín). Busca la sencillez; se decanta por la selección.
De ahí los importantes aciertos estilísticos que apreciamos en sus obras.
PEPITA JIMÉNEZ
La mejor obra de Valera es, sin duda, Pepita Jiménez (1874). Su
originalidad reside, en primer lugar, en el tono epistolar inicial (con un
epílogo de narración directa). Los puntos de vista se entrecruzan; la
estructura está muy bien cuidada.
La obra está escrita en tres partes: "Cartas
de mi sobrino", "Paralipómenos" y "Epílogo: cartas de
mi hermano".
El autor nos presenta la obra como si fuese un
manuscrito que él encontró entre los papeles de un deán de una catedral
andaluza. Nos explica que cambiará los nombres de los protagonistas,
algunos aún vivos. Esta técnica (llamada "del manuscrito
encontrado") tiene su origen en El Quijote: el autor, para dar
verosimilitud a su obra, dice no ser el inventor de la misma, sino que la
encontró ya escrita. Así, la trama adquiere visos de ser auténtica.
La obra posee multitud de puntos de vista; se
consigue así crear un relato rico y variado; al principio, sólo conocemos
lo que el protagonista desea, pero poco a poco (en las dos últimas partes)
se nos completa la visión de los hechos, aclarando ciertas
"lagunas" que, por verosimilitud, no podían ser cubiertas en la
parte epistolar.
A partir de la segunda parte, domina la omnisciencia de Valera, que
selecciona los acontecimientos y maneja a la perfección su mundo creado.
1)
Cartas de mi sobrino.
Es una colección de cartas que el sobrino del deán, el seminarista Luis
de Vargas, manda a su tío durante su estancia en la casa de su padre, en
un pueblo andaluz. Su padre, el cincuentón Pedro de Vargas, es el cacique
del pueblo, muy respetado, pero que llevó una vida poco recomendable. Por
esta razón envió a su hijo a los doce años a estudiar y ser educado con
su tío el deán. La madre de Luis (muy querida por este), al parecer, no
fue muy bien tratada por D.Pedro, aunque este se arrepintió al final.
Luis ha decidido ser sacerdote; posee una vehemente
vocación, pero poco profunda, según se comprobará. Ya ha tomado los
votos menores y, a su vuelta a la ciudad, se ordenará, momento que espera
con gran fruición. Por su juventud (22 años), ha debido conseguir una
dispensa papal para ordenarse antes de la edad normal.
Al llegar al pueblo Luis descubre que su padre pretende
a la joven viuda de 20 años Pepita Jiménez, que parece desdeñarlo, como
ya ha hecho con muchos otros pretendientes. Pepita es una mujer de
extraordinaria belleza, rubia y refinada, de piel blanca y que cautiva
desde un momento al joven Luis. Estuvo casada con un viejo de ochenta años,
muy rico, D.Gumersindo, con el que vivió tres años hasta su muerte.
Después murió su madre y quedó sola con una gran fortuna, soportando
algunas habladurías. Su matrimonio, piensa Luis, fue, ante todo, un acto
de compasión para con el viejo Gumersindo. Es una mujer elegante (mucho
para ser de pueblo-en esto Valera muestra una actitud un poco
desconsiderada hacia las gentes de pueblo). Se codea con lo mejor del
pueblo: el médico, el cacique, el viejo vicario... todos acuden a la
tertulia que ella organiza en las tardes primaverales. Allí comienza a ir
el joven Luis.
Luis empieza a fijarse en Pepita como su posible futura
madrastra. Pero poco a poco, a tenor de las descripciones que de ella hace
al deán, se va enamorando. El deán se lo advierte a Luis en una carta al
que este hace mención (sólo conocemos las cartas de Luis al deán, no
las respuestas), pero este se defiende, diciendo que sólo ve en ella un
reflejo de la belleza divina. Pretende, así, despejar las dudas del deán.
Además, y para contento de su padre, decide aprender a montar a caballo,
para evitar las burlas de su primo, Currito. Intenta justificarlo por la vía
religiosa (quizás, de misionero, le hiciese falta. Es muy habitual que
Luis lo explique todo "a lo divino").
Pero, en efecto, Luis se va enamorando de Pepita, y así
lo reconoce (19 de mayo: "Es cierto: ya no puedo negárselo a
usted"). Luis se mortifica, hace penitencia, siempre intentando
olvidar a Pepita, pero parece imposible. Descubre en ella miradas
ardientes de amor (aunque a veces le parece que es presunción suya, que
ella no lo mira así). Se convence de que esas miradas son verdaderas. Un
día se dieron la mano al saludarse (por primera vez), y a partir de
entonces lo hacen siempre al llegar y al despedirse, sintiendo en este
acto un gran placer, mezclado con turbación. Cada vez más, Luis declara
que "siento que me resbalo y me hundo", y por eso decide huir,
aunque no lo hace. desea no ir más a casa de Pepita, pero no puede dejar
de hacerlo. Consigue estar una semana sin ir, y se aplacan un poco sus
pensamientos. Pero su padre y Antoñona (criada de Pepita) le insisten
para que vuelva a la tertulia. Va muy temprano (6 de junio) y se encuentra
a Pepita sola. Se dan la mano largamente. Él la mira con severidad. Ella
comienza a llorar. Luis se enternece y la besa. El vicario llega (no los
ve) y todo queda ahí.
Luis sigue pensando que aún se puede remediar todo:
decide marcharse el 25 de junio. Pide a Dios que haga que Pepita lo
olvide. Aquí, con un tono desesperado ("¡Qué herida y qué
lastimada mi alma!"), concluye la primera parte.
Observamos en
esta parte la habilidad de Valera para ir mostrando la lenta evolución
psicológica del protagonista: la pasión amorosa se abre paso, luchando
contra los propósitos religiosos del joven. Debemos entender que la
vocación de Luis está, a estas alturas, seriamente debilitada; por ello
es esperable lo que sucederá a continuación.
2) Paralipómenos.
Parece ser que esta segunda parte (narrativa, en tercera persona, y de la
que Valera ha suprimido algunas partes) está escrita por el deán (así
opina el editor) que, sabedor de lo que pasa, decide completar el relato a
partir del día 23 de junio, seis días después de la última carta. Esta
ambigüedad en cuanto al autor "real" del relato vuelve a añadir
verosimilitud a la obra (nada más real que incluso el editor desconozca
datos, ya que así aparenta no ser él el auténtico creador).
En esta parte se nos cuenta que Pepita descubrió su
amor a Antoñona y que esta, sin que su ama lo supiese, decide ayudarla;
de ahí las visitas que hace a D.Luis.
Pepita recibe al vicario y le cuenta lo que pasó entre
ella y el seminarista. Confiesa todo lo que ha hecho por él: abandonar el
luto, organizar las tertulias, ponerse hermosa, mirarle
provocativamente...) El vicario la convence, aparentemente, para que se
sacrifique y lo olvide, y se va contento. Ella, al momento, se desploma
llorando.
Mientras tanto, Luis sigue decidido a olvidar, pero
sobre todo por razones sociales: ¿qué pensarán de él el obispo, el deán
-incluso el papa, que firmó la licencia para que se ordenase tan joven-?
¿qué pensarán las gentes del pueblo? Él, el "santo",
enamorado de la misma mujer que ama su padre. Eso sería un escándalo
inadmisible. Y Luis vuelve a disfrazar su renuncia con motivos religiosos.
Currito invita a su primo Luis al casino y van los dos.
Allí conoce al conde de Genazahar, calavera y jugador que insulta en público
a Pepita (a la que debe dinero y que lo rechazó como pretendiente). Luis
intenta defenderla, pero nadie hace caso del "sermón" del
"curita". Abochornado, se va. Vuelve a su casa y llega Antoñona,
que lo cita a las diez con Pepita, para que no se marche sin hablar con
ella. Acepta. Se va y da un paseo por los alrededores del pueblo. Es víspera
de san Juan; hay fiesta. A las 10:30 llega y habla con Pepita (ésta había
pedido a una figura del niño Jesús que tenía que no se llevase a Luis).
Discuten acaloradamente. Hablan de su amor y lo difícil que es. Ella dice
que "amo en usted no ya sólo el alma, sino el cuerpo, y la sombra
del cuerpo, y el reflejo del cuerpo en los espejos y en el agua, y el
nombre, y el apellido, y la sangre, y todo aquello que le determina como
tal don Luis de Vargas: el metal de la voz, el gesto, el modo de andar, y
no sé qué más diga". Luis sigue decidido a renunciar, pero cuando
ella se aleja de la habitación llorando, Luis la sigue a la alcoba. Al
cabo de un largo rato, Luis sale cabizbajo. Pepita sale tras él y acaban
de nuevo besándose, y deciden unirse para siempre.
A las dos de la mañana Luis abandona la casa de Pepita
y va al casino para vengar el honor de su recién prometida. Gana todo el
dinero del conde de Genazahar a las cartas y este le pide fiado. Luis le
acusa de mal pagador y se baten en duelo. Luis es herido en un brazo pero
hiere de gravedad al conde en la cabeza y vence.
Tras varios días de reposo por la herida, Luis se lo
cuenta todo a su padre, que ya, por las habladurías del pueblo, lo sabía.
Además, había logrado la ayuda de Antoñona, y, según confiesa en una
carta a su hermano el deán, él mismo favoreció los encuentros de los jóvenes,
y era el primero en desear la boda de ambos, que se celebró en el plazo
de un mes.
El deán reconoce que la vocación de Luis no era
tan fuerte como se pensaba y que gracias a Dios se había descubierto a
tiempo.
3) Epílogo. Cartas de
mi hermano.
El editor recoge fragmentos de cartas que D.Pedro manda al deán en los
cuatro años siguientes a la boda. Se cuenta el fin de otros personajes de
la obra:
Currito se casó con una rica labradora.
El conde pagó parte del débito y prometió pagar el
resto.
El vicario murió en olor de santidad.
Económicamente, todo favorece a los Vargas. El joven
matrimonio tiene un hijo y hacen viajes por Europa. A pesar de que a veces
Luis recuerda con nostalgia lo que podía haber sido su vida como
sacerdote, llega a la conclusión de que "se sirve a Dios en todos
los estados y condiciones", especie de "moraleja" final de
la obra.
Para Zavala, la obra
exalta al hombre por el que propugnaba el Krausismo. Baquero Goyanes critica
la falta de lucha interna de los personajes. Ferreras elogia su psicologismo
y su buen estilo.
Fuente: http://members.es.tripod.de/Trivium/literatura/Realismo.htm
Texto: D.R.
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