Historia general de los Vargas

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Rabat, República de piratas españoles

por José Manuel Fajardo. El Mundo. Sábado, 23 de enero de 1999.

"Son los perseguidos, son los atribulados, son los destruidores de sí mismos". Cuando Felipe III, en el siglo XVII, expulsó a los moriscos españoles que aguantaron la caída del reino de Granada, miles de ellos se instalaron en la capital de Marruecos. José Manuel Fajardo ha viajado a la "república pirata" para saber qué queda de estos andaluces de Rabat.

No sé si será falta de imaginación o tal vez exceso de curiosidad, que es otro de los caminos que llevan a la fantasía, pero lo cierto es que cuando escribo una novela tengo siempre necesidad de ver con mis propios ojos los principales escenarios donde se ha de desarrollar su trama. Quizá sea simplemente una excusa para viajar. Quizás en la base de todo relato haya siempre un viaje. Lo cierto es que para escribir El converso, buena parte de cuya acción transcurría en la república pirata fundada por los moriscos españoles en Rabat en el siglo XVII, decidí viajar a la capital marroquí.

Quería seguir los pasos de aquellos últimos moros españoles, que habían permanecido en España tras la caída del reino de Granada en 1492 y que fueron expulsados del país por el rey Felipe III a principios del siglo XVII. Varios miles de ellos, en su mayoría antiguos vecinos de un pueblo de Extremadura llamado Hornachos, se instalaron en la que hoy es capital de Marruecos, llamada entonces Salé la Nueva, y allí hicieron verdad los versos de la profecía que, poco antes de su expulsión, les describía así: "Son los perseguidos, son los atribulados, son los destruidores de sí mismos". Cuatro siglos después, su sangre sigue latiendo en las venas de sus descendientes: los andaluces de Rabat.

Rabat no tiene el tamaño de la industrial Casablanca ni la fama exótica de Marraquech ni una gigantesca Medina como Fez. Es una ciudad de amplios barrios modernos, más administrativa que turística, en la que el viajero puede entablar conversación con los lugareños, sin que la charla termine en propina, y recorrer sus calles sin verse perseguido por niños mendicantes. Pero bajo la concha laboriosa y ajetreada de capital del reino se esconde la perla de su barrio viejo: las callejuelas de la Medina y de la ciudadela de la Casbah (la fortaleza que preside la desembocadura del río Bou Regreg) que fueron el escenario de la azarosa vida de la llamada república pirata independiente del Salé que, durante casi medio siglo, se convirtió en azote de las armadas cristianas.

La Medina de Rabat no produce el espejismo de un laberinto infinito, como los que pueblan los relatos de Jorge Luis Borges, sino más bien la sensación de recorrer uno de esos laberintos domésticos que abundaban en los jardines barrocos: enrevesados pero placenteros, hechos a la medida del hombre y no del Minotauro. Su dédalo de estrechos callejones de blancas paredes sobre las que destacan las hermosas puertas, pintadas de azul, de amarillo, de rojo, se organiza en torno a cinco calles principales. Tres que la recorren verticalmente, paralelas al río: la avenida Mohamed V, la rue Sidi Fatah y la rue des Consuls. Dos que la atraviesan horizontalmente, paralelas al mar: el boulevard El Alou y la larga calle de los mercados, la rue Souika. De noche, adentrarse en la Media tiene mucho de enigma y, al compás de las melodías andalusíes que flotan en sus restaurantes, es fácil echar a volar la imaginación hasta el remoto día en que los moriscos llegaron a la desembocadura del Bou Regreg que era entonces, como lo sigue siendo hoy, un río sinuoso de orillas arenosas y aguas traicioneras que hacían su navegación extremadamente difícil. En su orilla izquierda se levantaban los restos de una antigua y abandonada ribat (ciudad amurallada, de donde le viene el nombre actual de Rabat). En la orilla derecha estaba la villa de Salé la Vieja, poblada por piadosos musulmanes que se dedicaban a la pesca y al comercio.

Las dos orillas del Bou Regreg pronto iban a estar separadas por algo más que un cauce de agua. Y todavía hoy, la villa de Salé guarda su enfrentada personalidad con Rabat, pese a que un puente y la administración municipal las hayan unido.

Cristianos de Castilla.

La apacible vida en la desembocadura del Bou Regreg empezó a cambiar con la llegada de los moriscos españoles. Sus maneras, costumbres e incluso creencias religiosas, después de más de un siglo de vida en un país oficialmente cristiano, no hacían sino escandalizar a los ortodoxos musulmanes de Salé. Los moriscos vestían a la europea, sus mujeres iban descubiertas, los hombres gustaban de beber vino y la lengua en que se expresaban habitualmente era la castellana. Por todo ello, los recién llegados moriscos españoles pronto fueron designados por los habitantes de Salé como "los cristianos de Castilla". Pues es cruel paradoja del exilio el perder una tierra sin llegar a ganar otra. Así, los moriscos españoles eran musulmanes a los ojos de España y cristianos a los de sus nuevos vecinos del Salé.

Rechazados en la villa de Salé la Vieja, los 3.000 hornacheros decidieron instalarse en la ribat abandonada que estaba en la otra orilla del río. Y al cabo de unos años, en 1627, una vez bien implantados en la ciudadela, proclamaron su independencia. La huella de su paso por la ciudad es todavía hoy visible en la larga muralla rojiza que cierra el lado sur de la Medina de Rabat. Se la conoce como la muralla de los andaluces y fue edificada por los moriscos de Hornachos cuando propiciaron la llegada a la villa de más exiliados de España, a los que asentaron en lo que hoy es la Medina, y con los que constituyeron una República dedicada a la piratería que se convirtió en un activo centro comercial.

La Medina.

Pero la memoria de aquella lejana aventura pervive más en las palabras que en las cosas. Recorriendo la Medina de Rabat apenas si hay ya rastro alguno del paso de los moriscos. En su laberinto se mezclan las droguerías, los hornos de pan, las tiendas de alfombras y tapices, las babuchas multicolores alineadas en minúsculos anaqueles, los montones amarillos, rojos, grises o blancos de comino, curcuma, azafrán, pimentón o canela, que convierten los mostradores de las tiendas de especias en remedos populares de los lienzos de Mondrian y llenan el aire de aromas embriagadores. Nada es en la Medina exactamente lo que parece. Un elegante arco encolumnado es en realidad la entrada de unos baños públicos. Y un grueso portalón de madera da paso no a una vivienda, sino al recoleto patio donde trabajan los vendedores de telas. Pero queda la fuerza invocadora de los nombres: un puñado de sonoros apellidos moriscos.

La familia Chamorro, la familia Blanco, la familia Vargas, la familia Tredano... Muchos no viven ya en la Medina, pero un zapatero nos explica que podemos preguntar en el mercado central por el puesto de frutos secos del señor Ahmed Piro. Sin embargo, el primer descendiente de andaluces con que hablamos trabaja a muy pocos metros de la zapatería de Alí, en las oficinas del Museo de los Oudaias que están en el llamado jardín andaluz de la Casbah. Es el inspector de Monumentos Históricos de la Villa de Rabat, Abderramán Al-Fajar, un arquitecto de 40 años de edad que no tiene inconveniente en hacerse acompañar por su padre, Tahib Al-Fajar, verdadera memoria viviente de la Medina. "Aquí han quedado muchas palabras españolas en el habla árabe cotidiana", explica el señor Tahib Al-Fajar. "Yo me siento orgulloso de ser andaluz porque ellos fueron quienes trajeron la civilización a Marruecos cuando estaba en plena decadencia". Esa huella española traída por los exiliados moriscos está presente también, para Abderramán Al-Fajar, incluso en sus más trágicos episodios, como la guerra civil que se vivió en el seno de la república pirata entre los años 1636 y 1641. "En realidad", comenta Abderraman Al-Fajar con una sonrisa irónica, "siempre he creído que la primera de las guerras civiles españolas fue aquélla".

Gran nostalgia.

Pronto encontramos otras voces de andaluces. El señor Ahmed Piro, que podría pasar perfectamente por un atareado comerciante madrileño si no fuera por la negra chilaba con que se cubre, apenas guarda recuerdo de la historia de sus antepasados. "Pero sentimos siempre una nostalgia de España", explica en un inseguro francés. "A mí me encanta que me llamen El Andaluz, es un título de honor". Esa nostalgia es la que le lleva a tocar música andalusí en sus ratos libres y la que ha llevado a su hija Nargis a estudiar español, al igual que las hijas de la familia de la ginecóloga Chadía Tredano, que tienen incluso unos trajes de sevillanas. "Pasamos cuatro meses por año en España", explica Chadía. "Fue mi padre quien nos contó que porcedíamos de Al-Andalus, quien nos inició en la cultura española".

Pero el mayor defensor del pasado morisco de los andaluces de Rabat es el coronel Mohamed V. Vargas (Bargasch, en la pronunciación francesa), cuyo entusiasmo nace de razones personales.

"¿Que si sé algo de mis orígenes moriscos?", exclama con una elocuencia juvenil, sentado ante una botella de whisky. "¡Lo sé todo! He podido reconstruir mi árbol genealógico hasta el primer Vargas que llegó a Rabat, en marzo de 1610: se llamaba Juaibe Vargas y su hijo, Brahim Vargas, fue el primer gobernador de la república pirata del Salé, en 1627".

Ciudad invisible.

De repente, la vieja historia ha tomado cuerpo en su salón de paredes cubiertas por retratos de ilustres antepasados. Como una certera flecha lanzada a través del tiempo, la saga de los Vargas ha permanecido vinculada al Gobierno de Rabat desde entonces: "El primer Vargas que llegó a Rabat era un inconformista, porque era cristiano y prefirió exiliarse junto a los moriscos y convertirse después al Islam; desde entonces, todos los Vargas hemos sido un poco inconformistas. Hemos estado muchas veces cerca del poder, pero ha sido siempre para intentar que se ejerciera justamente, con tolerancia".

Pero el pasado está oculto bajo la vida cotidiana de Rabat. Es una ciudad invisible a la que permanecen ajenos los jóvenes modernos de la capital que, con el pelo trenzado a la moda rastafari, intentan conservar el equilibrio sobre sus tablas de surf en la desembocadura del Bou Regreg, cabalgando las mismas olas ariscas que fueron antaño terror de los barcos enemigos y salvaguarda de los sueños de libertad de los piratas moriscos venidos de España.

Fuente: http://www.el-mundo.es/motor/99/MV092/index.html  Texto: D.R.

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